Hay un río cerca de Tikal. Un oasis de tonos azul claro y verde, refugiado entre piedras y árboles que crecen más alto que las montañas; que rompen el silencio con el viento que mueve sus hojas, que los hace cantar- los hace bailar. Mi Ka’an; mi pedazo de cielo. Guarda en él las memorias de mis antepasados, las voces de mi Yaaj– de mi amado, y las risas de mis niños, salpicando entre las rocas.
Eso fue antes de que comenzara mi nueva vida. Este lugar no siempre fue mi paraíso, pues también esconde los gritos, el dolor y el miedo de quienes partieron esa tarde, en manos de los invasores.
Todo ocurrió muy rápido, como un parpadeo. Mientras yo veía inmóvil como el agua y las rocas se teñían de rojo, como los gritos se apagaban poco a poco dentro de mi oasis; oré porque terminara rápido, para reunirme con mi familia. Pero mi destino fue otro, y terminé sola; entre bestias sin corazón que disfrutaban de mí noche tras noche, mañana tras mañana. Aprendí un nuevo idioma, una nueva forma de vestir, de caminar, de comer; una nueva forma de vivir. Me convertí en María Teresa, y engendré a 15 niños, cada uno de diferente creador. Me encargué de ellos, criándolos y queriéndolos tanto como a mis niños muertos. De vez en cuando, mientras nadie veía, les narraba cuentos de nuestra civilización perdida, les enseñaba palabras y costumbres maya. Tiempo después, cuando por fin me sentí lista, les conté sobre mi Ka’an– aquel lugar al que todavía no había podido regresar desde esa tarde.
Sin embargo, llegó el día en que decidí intentarlo.
Era costumbre que hiciera caminatas por la selva para recoger todo tipo de plantas y frutas, conocía perfectamente todos los caminos de ese lugar. Ellos no temían que escapara, pues ya lo había intentado antes, y, después de 15 hijos, entendí mi castigo; por lo que ahora me dejaban ir sola, pues siempre regresaba. Aquel día que volví a mi Ka’an y me bañé en sus frescas aguas mientras escuchaba el canto de los árboles, me sentí en casa otra vez; comencé a regresar siempre que podía. Me miraba en el agua y recordaba que, mientras tuviera memoria, mi familia seguiría viva; y mi nombre siempre sería Atziri.
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